Ya habían pasado quince meses. Quince, un quince. Cada quince, un mes más. Pero ese día era especial: sería la última vez en el año que podíamos vernos. Muchas de las fantasías imaginadas en el chat se habían vuelto realidad: ella había bebido en muchas ocasiones mi "miel blanca". Todas las veces me decía "me encanta su sabor". Había aumentado mi consumo de piña para que le supiera lo más dulce posible. Habíamos encontrado una posición perfecta para hacernos sexo oral mutuamente. Había eyaculado en su boca muchas veces; incluso me permitió intentar sexo anal de forma muy cuidadosa. Pero ese día, ese día ella tenía preparada una sorpresa.
Fuimos al hotel del centro en donde muchas veces nuestros encuentros furtivos terminaban en una orgía de dos, un despliegue de jadeos, de sacudones, de semen y fluido vaginal bebidos en un frenesí de bocas queriendo comerse el sexo del otro. Al entrar notamos que no habían preservativos. Su caja mágica estaba vacía, así que tuve que ir a comprar uno a la recepción. Es curioso pero los mismos dueños de este hotel saben que alquilar las habitaciones por horas les permiten tener ingresos frente a la escasa clientela que se hospeda para pasar una o varias noches allí. La recepcionista me vendió el condón necesitado, regresé a la habitación y al entrar, encontré la sorpresa más hermosa.
Allí estaba ella, con la misma ropa que tenía el día anterior en una sensual fotografía que me había enviado al teléfono. Una suerte de ropón de lana, entreabierto convenientemente para ver sus hermosos senos, su vientre y el jugoso pubis que esperaba a su amado visitante. Mientras me quitaba la ropa, ella se acariciaba susurrando "te estoy esperando para que me hagas tuya". Quedando únicamente con mi ropa interior puesta, me paré sobre la cama, poniendo mi pene frente a su cara, únicamente separado de sus labios por la tela del bóxer. Mientras le decía "alguien quiere saludarte" ella bajaba presurosa la última prenda que me quedaba y abriendo majestuosamente sus labios, se lo introdujo por completo en su boca, chupándolo y lamiéndolo con una habilidad sorprendente. Con el condón en la mano, estaba listo para abrir el empaque y ponérmelo, a lo que ella me dijo "dame de regalo la oportunidad de sentirlo, amo sentir tu piel". Mientras ella se acostaba, yo la besaba apasionadamente en la boca, los senos, el vientre, para finalmente saborear su lujurioso jugo que, ese día, sabía a pie de moras. Era delicioso, lo que me animaba a besarle la vagina como si fuese su boca. A cada embate respondía con más humedad, hasta que en medio de su propio frenesí de deseo, me dijo "penétrame, te quiero dentro de mí". Estirándome rápidamente, solo fue acostarme sobre ella y mi sexo se fundió con el suyo, como si ellos tuvieran vida propia, como si nosotros apenas fuéramos un accesorio en el que dos pequeños juguetones se reconocían, en el que una pequeña boquita se tragaba con ansias a un palpitante chupete de carne.
Y en medio de nuestros apasionados besos, mirándonos a los ojos mientras nuestras lenguas se batían en un combate de lascivia, saqué mi pene completo, para luego embatir con un susurro en su oído: "uno". Su respuesta fue un gemido tímido. Luego, el mismo sensual movimiento, su vagina cada vez más húmeda recibía el segundo embate con un "dos" y un gemido más fuerte. Y ese movimiento se repitió como un conteo hasta llegar a "quince", en donde hubo un estallido de placer de su parte, un suave grito contenido y un temblor en las paredes de su sexo que confirmaban un nuevo orgasmo. Luego, sus manos contra mis nalgas y sus piernas apretando las mías, con una súplica: "quédate dentro de mí, te extraño, extraño que me penetres así". Y me habría gustado quedarme, pero una vez cumplido su deseo, salí de su interior para ponerme el preservativo y continuar con nuestra faena amorosa. Y así siguió, cambiando de poses para buscar más puntos erógenos y disfrutarnos mutuamente. Pero cuando estuve a punto de terminar, ella leyó que estaba próximo a derramarme y paró. Se separó de mí, me quitó el preservativo y con su boca y manos me hizo estallar. Toda mi miel blanca cayó sobre mi vientre y, como si fuera una crema líquida esparcida sobre un postre, empezó a lamerla copiosamente hasta dejarme limpio, como si nada hubiera pasado.
Después de ese orgasmo y agotados por el ajetreo sexual, nos bañamos mutuamente y nos vestimos para volver a nuestra rutinaria realidad, despidiéndonos en la estación con un discreto beso en la mejilla y la promesa de que el siguiente año sería más lujurioso que el anterior.
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